Pensar desde la herida: Por qué América Latina necesita una filosofía propia

Ensayo filosófico sobre la necesidad de que América Latina piense desde la herida histórica de la conquista y reconstruya su identidad desde la verdad de lo que fue y de lo que perdió.
Reflexionar desde la herida: el punto de partida para construir una filosofía latinoamericana consciente y verdadera.

Por qué América Latina necesita pensar desde su herida

La conquista española de América no sólo rompió la continuidad de nuestras culturas originarias: fracturó el punto mismo desde donde América Latina podía pensarse a sí misma. Esta primera entrega propone una exposición de motivos: entender por qué necesitamos filosofar desde nuestra herida histórica para recuperar la dignidad intelectual que la colonia nos arrebató.

Toda empresa filosófica seria comienza explicando por qué existe. La mayoría de las filosofías occidentales nacieron de una necesidad interna: la sorpresa de los griegos ante el mundo, la angustia existencial alemana, la fe cristiana enfrentada al misterio, el racionalismo francés ante el caos político, la fenomenología frente a la pérdida de sentido.

Latinoamérica, en cambio, ha intentado filosofar sin explicar el origen de su necesidad filosófica. Se han escrito ensayos, se ha reflexionado sobre política, se ha debatido sobre identidad, pero ha omitido la pregunta inicial: ¿Por qué debemos filosofar? ¿Qué nos lo exige? ¿Qué nos lo reclama?

América Latina necesita filosofar porque carga encima una herida que no ha sido pensada. Una herida que no es sólo histórica, sino ontológica: una ruptura en nuestra capacidad de reconocernos como sujetos completos. La herida de la conquista y todo lo que vino con ella.

Durante siglos se nos dijo que la conquista fue un “encuentro de dos mundos”, como si la violencia fuera un malentendido y los pueblos hubieran decidido, por voluntad, emprender un diálogo intercultural.

Más tarde se suavizó la fórmula y se habló de “interculturalidad”, como si la imposición, la destrucción de templos, la quema de códices, la ruptura de calendarios, la persecución de sacerdotes indígenas y la imposición de dioses europeos fueran instancias de una negociación entre iguales.

Pero la verdad es otra: lo que hubo fue la destrucción de un mundo y la continuidad inalterada de otro. La ruptura la padeció un lado; la victoria la disfrutó el otro. Y esa asimetría constituye, todavía hoy, la base invisible de nuestra identidad colectiva.

Esta herida está viva porque nunca se la pensó como herida. Se la ocultó bajo discursos de progreso, se la suavizó con el mito del mestizaje como armonía, se la disolvió en celebraciones patrióticas y en fantasías de unidad cultural. Pero una herida no desaparece porque se la silencie. Se vuelve estructura.

La herida se manifiesta hoy en símbolos que no siempre asociamos con ella: el complejo de inferioridad frente a Europa y Estados Unidos, la vergüenza de nuestras raíces indígenas, la idea de que “los otros saben más”, el derrotismo que atribuye la pobreza latinoamericana a defectos inherentes de nuestro carácter, la convicción de que siempre llegamos tarde a la historia.

Nosotros no pensamos que somos menos porque lo seamos: pensamos que somos menos porque fuimos enseñados desde la fractura que otros provocaron.

Pero la herida no es sólo pérdida. También es evidencia de lo que fuimos capaces de construir. Si lo que se perdió fue inmenso, es porque el mundo que existía antes de la conquista era inmenso: cosmología, ciencia agrícola, matemáticas propias, sistemas simbólicos, artes rituales, lenguas con estructuras complejas, ciudades planeadas, astronomía fina, comprensión filosófica de la vida y de la muerte.

Perdimos mucho porque habíamos construido mucho. Y esa afirmación es el inicio de la dignidad.

La herida no es prueba de inferioridad: es prueba de que fuimos capaces de edificar mundos, sistemas, saberes, prácticas.

Y lo que se construyó una vez puede reconstruirse, no en forma idéntica, sino en forma nueva ante un mundo nuevo. 

Por eso América Latina necesita una filosofía: porque necesita recuperar la conciencia de su potencia creadora. Y esa recuperación no será posible mientras finjamos que no hay herida. La negación no cura; la nostalgia no restaura; la imitación no libera.

Necesitamos pensar la herida para dejar de ser determinados por ella. Necesitamos pensar la pérdida para reconocer la grandeza que esa pérdida implica. Necesitamos filosofar desde la consciencia de que lo perdido demuestra lo que fuimos capaces de ser, y lo conservado demuestra que no hemos perdido nuestra capacidad de construir.

Una filosofía latinoamericana no es un lujo académico: es un acto de supervivencia espiritual. Es la única manera de dejar atrás el derrotismo heredado, de abandonar la vergüenza que no nos pertenece, y de construir una identidad que no derive de los otros, sino de nosotros mismos.

Pensar no es un adorno intelectual, sino una forma de sanar. Pensar desde la herida no es perpetuarla: es transformarla. Y transformarla es, finalmente, comenzar a ser. 

Con este texto se abre una serie que buscará, en varias entregas, elaborar la herida que nos constituye y avanzar hacia una filosofía latinoamericana capaz de pensarse desde sí misma. La conversación apenas comienza.

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