La soberanía no se delega: memoria, dignidad y destino en América Latina

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Paisaje mexicano con campos abiertos y montañas al fondo, símbolo de memoria histórica y soberanía nacional.
La memoria histórica es el primer muro contra cualquier invasión.

Cuando un pueblo olvida que es dueño de su historia, comienza a aceptar que otros decidan por él. América Latina ya vivió la invasión, el saqueo y el emperador impuesto. No es ignorancia lo que hoy nos amenaza, sino el olvido.

Hay frases que, dichas desde la desesperación, revelan una herida más profunda que cualquier consigna política. “Que alguien haga algo” es una de ellas. No es una ideología, es un grito. Pero cuando ese grito se desliga de la memoria histórica, puede convertirse en una rendija peligrosa: la renuncia simbólica a la soberanía.

América Latina no nació ingenua. Nació invadida. Hace apenas cinco siglos —un suspiro en términos históricos— este continente conoció lo que significa que un extranjero llegue no como invitado, sino como dueño. Con la cruz en una mano y la espada en la otra, se destruyeron culturas, se prohibieron lenguas, se saquearon riquezas y se impuso una visión del mundo que aún hoy pesa sobre nuestra conciencia colectiva.

De esa herida nacieron también nuestras gestas. Miguel Hidalgo no luchó para cambiar de amo, sino para dejar de tenerlo. Simón Bolívar no soñó con administradores más eficientes, sino con pueblos capaces de decidir su propio destino. Sandino, Martí, Juárez, no fueron románticos armados, fueron pedagogos de la soberanía.

México aprendió esa lección de la manera más dura. Tuvimos invasiones y los campos poblanos, veracruzanos, los del norte, los de la Ciudad de México, dieron testimonio de que sabemos defendernos. 

Tuvimos dictadores, presidentes criminales, regímenes corruptos. Siempre entendimos que esos eran nuestros problemas. También tuvimos nuestros muertos y nosotros los enterramos. Comprendimos que esa era nuestra responsabilidad histórica. 

Y cuando una élite creyó que la solución estaba en traer un emperador extranjero, la historia respondió con claridad: el Cerro de las Campanas no fue venganza, fue advertencia. Aquí no se gobierna por delegación imperial.

Por eso inquieta —y duele— escuchar hoy voces que, desde el cansancio o la frustración, parecen dispuestas a tolerar que otro país “resuelva” los problemas de una nación hermana. No importa el nombre del gobernante en turno, ni sus errores, ni sus excesos. La solución a los problemas de un pueblo siempre debe ser un acto interno, porque solo así conserva dignidad.

Los campos poblanos siguen ahí. No como amenaza, sino como memoria. Y los cerros de las Campanas también. No como símbolo de violencia, sino de límite histórico. América Latina puede equivocarse, pero no puede renunciar a decidir.

No estamos condenados al olvido. La memoria puede recuperarse. La soberanía puede volver a sentirse no como consigna vacía, sino como principio vivo. Porque un pueblo que recuerda quién es, jamás acepta que otro escriba su destino.

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