
Las redes sociales irrumpieron como un fenómeno global que la humanidad adoptó antes de comprender. En medio del ruido y la fascinación, José Ortega y Gasset y Antonio Gramsci ofrecen claves para pensar lo que está ocurriendo: la masa digital que se cree libre, los líderes que no conducen y el desafío de volver a la razón.
I. El acontecimiento sin pensamiento
Las redes sociales irrumpieron en la historia humana sin mediación ni preparación. No fueron el fruto de un proceso reflexivo, sino una explosión tecnológica que nos sumergió en un universo de comunicación total sin brújula interior.
Antes de comprender las redes sociales, ya las habitábamos. Antes de cuestionarlas, ya nos dirigían. Nunca una invención había conquistado tan rápidamente el alma humana.
En revoluciones anteriores —la imprenta, la máquina de vapor, la electricidad— la humanidad tuvo tiempo de pensar sus consecuencias. Hoy vivimos dentro de una herramienta que apenas entendemos. Adoptamos el instrumento antes de pensarlo.
El resultado es una civilización saturada de información y sedienta de sentido: millones de voces opinando al unísono, confundiendo expresión con pensamiento y visibilidad con verdad.
El filósofo español José Ortega y Gasset habría reconocido en ello la figura del hombre-masa: aquel que disfruta de las conquistas técnicas sin comprenderlas, usufructuando un mundo que no ha creado. Las redes son, hoy, su hábitat perfecto.
II. Ortega, Gramsci y el espejismo de la autonomía
Para Ortega, la masa no se mueve por sí misma: necesita minorías nobles que encarnen ideales y orienten el rumbo. En cambio, el universo digital parece una democracia espontánea donde las masas eligen a sus guías mediante el clic. Pero es una ilusión: esos guías dependen del mismo aplauso que los eleva.
Estamos hablando de los influencers, figuras que aspiran a liderazgo pero que, en realidad, no conducen sino que obedecen.
Los influencers no son los “nobles” de Ortega y Gasset, sino los capataces de hacienda del nuevo orden comunicativo; son intermediarios del poder, encargados de mantener la atención, administrar la emoción y reforzar la narrativa impuesta por los verdaderos propietarios del campo —los dueños del algoritmo, las corporaciones que definen qué se ve y qué se calla.
Como los antiguos capataces, los influencers comparten el destino de sus peones: son esclavos con uniforme distinto.
Aquí el pensamiento de Antonio Gramsci resulta revelador.
El marxista italiano distinguía entre los intelectuales orgánicos —productores del sentido común dominante— y la masa que lo asimila. Los verdaderos intelectuales orgánicos del siglo XXI no son los influencers, sino los ingenieros de la atención, los estrategas del discurso, los diseñadores del deseo.
El influencer es como el capataz de hacienda, ejecuta una función subordinada en la maquinaria cultural del poder.
La aparente horizontalidad de la red oculta una jerarquía invisible. La hegemonía ya no se impone con censura, sino con estímulo; no reprime, sino que seduce. Ortega hablaría de la “satisfacción sin conciencia” del hombre-masa; Gramsci le llamaría “espontaneidad dirigida” del consenso. Ambos describen, desde sus tiempos, el presente digital.
III. El nuevo laberinto humano
Nunca hubo tanta libertad formal ni tan poca libertad interior. El hombre-masa digital vive prisionero del scroll infinito, esclavo del reflejo y de la aprobación inmediata. En su bolsillo lleva un oráculo que todo lo sabe y nada enseña.
En nombre de la comunicación hemos creado un ruido universal donde todos hablan y nadie escucha, donde la emoción sustituye al argumento y la verdad se mide por la velocidad con que se comparte.
Pero la red no es el enemigo; es el espejo. Nos muestra lo que somos: una humanidad fascinada por su propia imagen, temerosa del silencio, adicta a la validación.
Lo trágico no es estar atrapados, sino haber olvidado que podemos pensar desde dentro del laberinto, con una lucidez nueva, forjada en la crítica y no en la nostalgia.
IV. La esperanza: rebelión y moralización
En medio del vértigo, aún late una posibilidad esperanzadora: una rebelión auténtica de las masas digitales, no como revuelta instintiva, sino como despertar del pensamiento; y una moralización de los intelectuales orgánicos, llamados a usar su influencia —ya sea académica, cultural o mediática— no para servir al algoritmo, sino a la verdad.
Ortega soñó con minorías exigentes que elevaran el nivel de la vida; Gramsci confió en intelectuales que organizaran la conciencia crítica del pueblo. Ambos creyeron en el poder educativo de la razón.
Si esas dos fuerzas se encontraran —la masa consciente y el intelectual responsabl—, la red podría convertirse en una nueva ágora de humanidad, no en su caricatura.
“El porvenir dependerá —decía Ortega— de una minoría de hombres exigentes consigo mismos.”
Quizá esa minoría esté germinando, anónima, entre los millones de internautas que comienzan a preguntarse si toda conexión es comunicación y si toda tendencia es verdad.







