La historia contada: entre la objetividad y la memoria

Contar la historia es ejercer poder sobre el pasado. Toda versión es una batalla entre la memoria y la objetividad, entre lo que se recuerda y lo que se quiere hacer creer.

Durante mucho tiempo se quiso creer que la historia era el espejo del pasado, pero quizá fue sólo un espejismo. Bajo la apariencia de objetividad, toda narración histórica obedece a una mirada, a una intención, a un modo de ordenar el mundo. 

Los manuales nos enseñaron a confiar en los hechos como si hablaran por sí mismos, pero los hechos —como las palabras— no existen sin quien los nombre. Benedetto Croce lo advirtió con precisión: toda historia es historia contemporánea. El historiador escribe desde su tiempo, con sus valores, sus límites y sus preguntas.

Narrar el pasado, entonces, no es reproducirlo, sino interpretarlo. Paul Ricoeur lo comprendió bien: contar es seleccionar, ordenar, dotar de sentido. En cada narración histórica hay una elección —qué se incluye, qué se omite, qué se silencia— que transforma la neutralidad en una ilusión. 

La historia se convierte así en un relato tejido con hilos de convicción y de duda, donde el historiador no puede desprenderse del todo de sus hipótesis, sus afinidades o sus prejuicios.

La historia no siempre fue escrita para comprender, sino muchas veces para justificar. En su aparente neutralidad se esconden ideologías, proyectos de poder y versiones oficiales que se imponen como verdades universales. Por eso es necesario sospechar: detrás de cada discurso histórico puede haber una intención política, una conveniencia moral o una estrategia de legitimación. Cada fecha citada, cada héroe mencionado, cada conmemoración honrada es una manera de decir: “esto fue importante, aquello no”.

Sin embargo, la historia no deja de ser necesaria. Entre la memoria y el olvido, entre la verdad y la interpretación, sigue siendo un esfuerzo humano por dotar de sentido a lo vivido. 

La memoria, por su parte, no es enemiga del rigor histórico, sino su complemento vital. En ella habita lo que el archivo no puede contener: las emociones, los testimonios, las heridas. 

La memoria recuerda lo que la historia tiende a normalizar. Y es en la tensión entre ambas donde aparece la posibilidad de una comprensión más humana del pasado.

Pero la memoria también es un terreno de disputa. En ella se libran batallas silenciosas por el reconocimiento. Los pueblos indígenas, las mujeres, los desplazados o las víctimas de violencia reclaman su lugar en la narración general, rompiendo con el monopolio del relato dominante. Así, la historia se reescribe, no para falsear los hechos, sino para devolverles voz a los olvidados.

En medio de esas voces, el historiador es más un mediador que un juez. Su objetividad no consiste en borrar su propia mirada, sino en reconocerla, hacerla explícita, examinar sus límites. 

La honestidad intelectual no está en la ausencia de opinión, sino en la conciencia de que toda mirada es parcial. Sospechar no es desconfiar de la historia, sino amarla lo suficiente como para no tomarla nunca por definitiva.

Cada generación vuelve a escribir su historia. Cambian las preguntas, los énfasis, las sensibilidades. Lo que antes fue heroísmo, hoy puede ser abuso; lo que ayer fue invisible, hoy exige ser contado. La historia no es un tribunal, sino una conversación interminable entre lo que fuimos y lo que decidimos recordar.

Quizá por eso su grandeza no está en su pretensión de verdad, sino en su humildad para aceptar que toda verdad histórica es siempre un punto de vista entre muchos posibles. 

La historia no es un espejo, sino un puente —a veces tambaleante— entre la memoria y la conciencia. Sospechar de ella es el modo más honesto de seguir creyendo en su valor.

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