
La era en que la verdad dejó de importar
Cuando el periodista Raymundo Riva Palacio escribió que “la verdad es irrelevante”, no proclamaba una consigna posmoderna ni una rendición intelectual; describía, con amarga lucidez, un fenómeno visible en la política contemporánea: la sustitución del hecho por la narrativa.
En la arena pública, la verdad ya no garantiza la victoria; lo que triunfa es la emoción que convence. En ese desplazamiento, la verdad no muere, pero pierde poder, se vuelve ineficaz, se exilia del centro del debate.
La frase, interpretada en su contexto, no niega la existencia de la verdad; simplemente reconoce que la conciencia colectiva puede negarle relevancia práctica. En la mente de una sociedad saturada de mensajes contradictorios, los hechos valen menos que la historia que los envuelve.
Verdad objetiva y percepción colectiva
Un hecho es un hecho, aunque nadie lo vea. El monolito más grande del universo existiría, aun si ninguna mirada humana lo alcanzara. Esa es la verdad ontológica, la que pertenece al ser y no depende de nosotros.
Pero cuando los seres humanos se reúnen en comunidad, la verdad adquiere otra dimensión: necesita ser reconocida, comunicada, aceptada. En ese tránsito, nace la percepción colectiva, que no crea la verdad, pero puede reemplazarla en la conciencia de las multitudes.
Y entonces ocurre la paradoja: la verdad sigue ahí, intacta, mientras la sociedad actúa como si no existiera. El agua sigue hirviendo a cien grados, pero el ciudadano vota, juzga y condena bajo una temperatura emocional muy distinta.
El político justo y la condena del relato
Pensemos en un gobernante honesto, que actúa buscando el bien común y logra resultados tangibles: reduce la pobreza, impulsa la educación, fortalece las instituciones. Sin embargo, sus adversarios fabrican una narrativa contraria: lo acusan de corrupción, lo pintan como autoritario, lo presentan como enemigo del pueblo. Las redes repiten el eco; los medios lo amplifican; la masa cree. Finalmente, el político es destituido, condenado o ridiculizado.
¿Qué ocurrió? Que la percepción venció al hecho. La verdad se volvió irrelevante. La historia política reciente —de cualquier país— está llena de estos ejemplos. Pero lo esencial no cambia: el valor moral permanece en lo que realmente hizo, aunque el colectivo lo ignore o lo rechace. La percepción no destruye la verdad; la oculta bajo una capa de ruido.
Verdad, moral y poder
La verdad y la moral no son lo mismo, pero se necesitan. No puede haber ética sin verdad, porque obrar bien exige conocer lo real. Cuando la mentira domina, la moral se desfigura: se llama “bien” a lo que produce aplauso, y “mal” a lo que incomoda.
El poder político, consciente de esta fragilidad, invierte enormes recursos en construir relatos. Y lo hace porque sabe que el pueblo necesita creer antes de saber. Ahí está la frontera entre la moral y la manipulación: quien busca el bien se apoya en la verdad; quien busca el control se apoya en la percepción.
El papel de la historia
¿Corrige la historia los errores del presente? A veces sí, pero no de inmediato. La historia no es un juez infalible; es una sucesión de interpretaciones que se aproximan —con suerte— a la verdad perdida. Con el tiempo, los documentos aparecen, las pasiones se enfrían, y la mentira más burda se derrumba. Sin embargo, ese proceso requiere memoria, investigación y voluntad moral.
Si la sociedad deja de buscar la verdad, incluso la historia se convierte en propaganda retrospectiva.
La historia no dicta veredictos; ofrece oportunidades a la verdad. Y esas oportunidades se pierden cuando el olvido se impone.
El exilio de la verdad
Vivimos en un tiempo en que la aprobación vale más que la rectitud. El político ya no se mide por lo que hace, sino por cómo lo perciben. El ciudadano ya no distingue entre dato y emoción, sino entre simpatía y rechazo. Y los medios, atrapados en la economía de la atención, alimentan el ciclo con titulares diseñados para producir reacción, no reflexión.
Así, la verdad ha sido desterrada del ágora: sigue existiendo, pero ya no gobierna la conversación pública. Es el exilio silencioso de la verdad, que espera ser recordada por quienes aún creen que la honestidad tiene sentido, incluso cuando no rinde votos.
La tarea de la conciencia
Defender la verdad no es solo una cuestión intelectual; es un acto moral. Buscarla, aunque duela, es preservar la dignidad humana frente a la manipulación. Porque una sociedad que se conforma con el relato más convincente, renuncia a su libertad interior.
Quizá la historia tarde en devolverle su lugar al justo; quizá la verdad nunca sea aplaudida. Pero sin ella, la política se vuelve teatro, la justicia espectáculo, y la moral un producto más de consumo.
La verdad importa, aunque no gobierne. Y mientras alguien la busque —aunque sea desde los márgenes—, seguirá existiendo una posibilidad de redención para la historia.







