Del contrato al desencanto: la corrupción del alma social según Rousseau

Cuando el pacto que debía fundar la libertad se convierte en instrumento de dominación, el alma del cuerpo político enferma. Rousseau, más que un teórico del contrato social, fue un médico moral del desencanto moderno: vio cómo la sociedad podía degenerar en su propia mentira.

El punto de partida: el hombre y la sociedad

Jean-Jacques Rousseau inaugura, con El contrato social y el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, una de las reflexiones más agudas sobre la relación entre libertad, moralidad y política. 

En el centro de su pensamiento late una paradoja: la sociedad, que debía liberar al hombre de la barbarie, termina por corromperlo. En el estado de naturaleza —según su célebre reconstrucción filosófica— el ser humano no es ni ángel ni demonio; es un ser pacífico, movido por el amor de sí mismo (amour de soi), un instinto de conservación moderado por la compasión. 

Sin embargo, al entrar el ser humano en relación con los otros, ese sentimiento natural se transforma en amour-propre, el amor propio comparativo, la búsqueda del reconocimiento ajeno. Allí nace la desigualdad moral.

Para Rousseau, la sociedad civil no es simplemente el resultado del progreso, sino la huella de una caída. Es el precio de haber querido asegurarse la propiedad y la comodidad. De esa decisión —que él describe con amarga ironía como el momento en que “el primero que, cercando un terreno, dijo: esto es mío, y halló gentes bastante simples para creerle”— nació la injusticia estructural del mundo moderno. El contrato que debía unir a los hombres bajo leyes comunes terminó institucionalizando su servidumbre.

El contrato social: una redención racional

El Contrato social de 1762 intenta sanar esa fractura. Rousseau imagina un pacto legítimo que reemplace la fuerza por el derecho, la sumisión a los hombres por la obediencia a una voluntad general

Pero este contrato no es una convención de intereses, como en Hobbes o Locke, sino un acto moral: cada individuo, al unirse al cuerpo político, se entrega a todos y recibe a cambio una libertad superior, la libertad civil y moral, que consiste en obedecer la ley que uno mismo se ha dado.

La voluntad general no es la suma de voluntades particulares, sino la razón colectiva orientada al bien común. En ella, el ciudadano deja de ser súbdito para ser coautor de la norma. Rousseau formula así una revolución copernicana de la política: la legitimidad no proviene del poder, sino del consentimiento libre y consciente de los iguales. El contrato, en su pureza teórica, es la reconciliación de la libertad individual con el orden social.

Sin embargo, esta utopía racional está amenazada desde su origen. Rousseau sabe que el cuerpo político, como el cuerpo humano, puede enfermar; que la voluntad general puede ser secuestrada por facciones; que el interés común puede degenerar en voluntad de todos, es decir, en mera agregación de egoísmos. El contrato, lejos de estar asegurado, es un ideal siempre en peligro.

La corrupción del alma social

El término “corrupción” en Rousseau tiene un sentido profundo. No se trata sólo de una desviación moral o administrativa, sino de un proceso de descomposición espiritual

En su Discurso sobre las ciencias y las artes, denuncia que la civilización —orgullosa de sus refinamientos— ha refinado también la hipocresía. La cultura, en vez de ennoblecer, disfraza. La sociedad se convierte en teatro, y el hombre, en actor de sí mismo. En apariencia virtuoso, el hombre en realidad busca sólo aprobación. Es la máscara social la que corrompe la autenticidad del alma.

Esa corrupción moral desemboca inevitablemente en la corrupción política. Cuando el ciudadano deja de reconocerse en el cuerpo político, cuando el interés particular sustituye al común, el pacto se rompe. Entonces surge el desencanto: la pérdida de fe en la virtud cívica, en la honestidad, en la posibilidad de un bien común. Rousseau lo intuyó con lucidez premonitoria: el Estado moderno, si no conserva su fundamento moral, se convierte en una maquinaria vacía, eficaz pero sin alma.

Así como el alma anima el cuerpo, la voluntad general anima al Estado. Cuando esa voluntad se extingue, la sociedad continúa moviéndose —produce, legisla, consume— pero como un cadáver que aún conserva reflejos. De ahí que Rousseau hable de la “muerte del cuerpo político” cuando se extingue el vínculo moral entre los ciudadanos. No es un colapso inmediato, sino una lenta putrefacción del espíritu público.

Del contrato al desencanto: una herencia contemporánea

Si trasladamos estas ideas al presente, el diagnóstico de Rousseau parece describir la patología de las democracias actuales. En principio, seguimos viviendo bajo contratos: constituciones, leyes, pactos sociales. Pero el vínculo moral que debía sostenerlos se ha debilitado. La participación ciudadana se reduce al voto, la representación se vuelve oligárquica, y el discurso público se contamina de intereses económicos y mediáticos. La voluntad general se ha fragmentado en millones de microvoluntades, cada una cautiva de su pantalla.

El resultado es una forma moderna de desencanto: la sensación de que las instituciones no representan ya la comunidad moral, sino la gestión técnica del poder. Rousseau preveía que cuando el pueblo deja de amar las leyes, éstas dejan de ser efectivas. Ningún contrato puede sostenerse sin fe. No en sentido religioso, sino en el sentido político del término: la fe en que la justicia y el bien común son posibles. El “alma social” —aquella energía colectiva que convierte a los individuos en ciudadanos— se desvanece cuando la virtud deja de ser creíble.

La corrupción, en este contexto, no es sólo la apropiación ilícita de recursos públicos, sino la pérdida del vínculo espiritual que unía la vida privada y la pública. La indiferencia política, la banalización del poder, el cinismo generalizado son síntomas de esa enfermedad. Vivimos, podría decir Rousseau, bajo la ilusión de la libertad, pero esclavos de la opinión y del consumo.

Virtud y regeneración

¿Es posible revertir esa corrupción? Rousseau no ofrece una receta política, sino una pedagogía moral. En Emilio o De la educación, sostiene que sólo un alma educada en la autenticidad, capaz de sentir la justicia antes de razonar sobre ella, puede sostener una república. La regeneración del contrato social pasa, pues, por la regeneración del individuo: la virtud debe preceder a la ley.

El ciudadano, para Rousseau, es antes que nada un ser moral que ha aprendido a querer el bien común. Sin esa virtud interior, la ley se convierte en imposición externa. Por eso su ideal político es inseparable de un ideal educativo. Si el alma social se ha corrompido, no bastan reformas institucionales: se requiere una conversión moral, una especie de “segundo nacimiento” del hombre moderno. La política, en su sentido más noble, es pedagogía cívica.

Este principio puede parecer ingenuo a ojos contemporáneos, acostumbrados al pragmatismo del poder. Pero precisamente en esa ingenuidad se revela la grandeza del pensamiento rousseauniano. La virtud no es un lujo moral, sino la condición de posibilidad de toda libertad. Sin ella, el contrato se reduce a papel, la ley a coerción y la sociedad a escenario.

La herida moral de la modernidad

Rousseau comprendió como pocos que la crisis política es, ante todo, una crisis del alma. Su obra no es un tratado jurídico sino una meditación sobre la dignidad humana frente a la corrupción del mundo civilizado. En el tránsito del contrato al desencanto, el hombre moderno pierde la inocencia, pero también la esperanza. Se emancipa de la naturaleza, pero queda preso de su propio artificio.

Releer hoy a Rousseau es mirarse en un espejo incómodo. Nos muestra que el desencanto no nace del exceso de libertad, sino de su simulacro; que la corrupción no es el abuso de unos pocos, sino la renuncia colectiva a la virtud. Su pensamiento nos recuerda que ninguna sociedad puede sobrevivir mucho tiempo sin una fe común en el bien.

Mientras el alma social siga enferma de indiferencia y egoísmo, toda constitución será provisional, todo contrato, una ficción. Pero también nos deja una advertencia luminosa: el remedio está en nosotros. La libertad no se decreta; se aprende, se cultiva, se defiende. Y sólo un pueblo que recupere el sentido moral de su convivencia podrá, alguna vez, volver a firmar su contrato con la historia.

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