Aceptar el dolor: memoria y emancipación tras la Conquista

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Reconocer el sufrimiento de los pueblos originarios no es un acto de debilidad ni de culpa: es un paso de madurez histórica. Como advierte el historiador Justo Cuño, aceptar el dolor causado en la Conquista puede liberar a América Latina de las narrativas que la mantienen subordinada.

El gesto y su sentido

El reciente reconocimiento del gobierno español —bajo la administración de Pedro Sánchez— del dolor y las injusticias cometidas durante la Conquista no es solo un hecho político o diplomático. Es, como afirma el historiador Justo Cuño Bonito, “un gesto imprescindible”.

No por tardío deja de tener valor: supone aceptar que el pasado no puede seguir narrándose como epopeya imperial, sino como una historia compartida, atravesada por la violencia, la fe y el despojo.

Aceptar el dolor no implica renunciar al vínculo entre España y América Latina. Significa mirarlo de frente. Porque sólo quien reconoce la herida puede comenzar a sanarla.

La herencia de la hispanofilia

Durante siglos, tanto en España como en buena parte de América Latina, se impuso una lectura complaciente del pasado: la hispanofilia.

Esa mirada —forjada durante la dictadura franquista y perpetuada en muchos espacios académicos— presentaba la Conquista como obra civilizadora y a los pueblos indígenas como receptores pasivos de cultura y religión.

Cuño denuncia que esa narrativa sigue viva, incluso en academias latinoamericanas que se autoproclaman herederas de la “tradición occidental”. Pero esa visión no es inocente: alimenta una forma de colonialismo mental que mantiene a nuestros pueblos culturalmente dependientes, incapaces de pensarse desde sí mismos.

La hispanofilia es, en el fondo, una negación de la memoria.

Recordar no es odiar

En su Conciencia histórica de América Latina, Leopoldo Zea advirtió que “la historia no es un museo de glorias ni de culpas, sino un proceso en el que los pueblos se descubren a sí mismos”.

Desde esa perspectiva, el reconocimiento del dolor no busca revancha, sino autoconocimiento. La memoria no es un acto de resentimiento, sino un camino de emancipación interior.

Como plantea Paul Ricoeur, recordar es también hacer justicia: dar voz a quienes fueron silenciados. Y como enseña Walter Benjamin, todo relato histórico es también una lucha por rescatar a los vencidos del olvido.

Aceptar el dolor de la Conquista, entonces, es rescatar a los pueblos originarios de la oscuridad narrativa en la que fueron relegados. Es permitirles ser protagonistas de la historia, no solo víctimas de ella.

Las nuevas voces de la historia

El cambio que Justo Cuño observa en las nuevas generaciones de historiadores es una señal esperanzadora. Hoy la historia deja de ser un relato de imperios y virreinatos para convertirse en una historia de mujeres, pueblos indígenas, afrodescendientes y clases populares. Una historia plural que no busca destruir el pasado, sino releerlo desde la dignidad de todos sus actores.

Este movimiento no surge solo de la academia, sino también de los movimientos culturales, artísticos y sociales que reclaman una memoria justa. La historia, entendida así, deja de ser propiedad del Estado o del poder, y se convierte en una búsqueda común.

¿Basta con reconocer el dolor?

Pero aquí surge una pregunta inevitable: ¿alcanza el reconocimiento del dolor para sanar las heridas del pasado?

América Latina —y México en particular— no solo padecieron un periodo de dominación y humillación. Durante siglos fueron despojados de sus riquezas naturales, sus mujeres violentadas, sus culturas sometidas, sus idiomas alterados o extinguidos.

Cuando Justo Cuño habla del “reconocimiento del dolor”, se refiere al gesto que parte de España: aceptar el daño causado, no el dolor sufrido. Y en ese punto, la historia exige algo más que palabras: exige responsabilidad moral.

El pueblo que sufrió puede recordar y resistir, pero no puede sanar del todo si el agresor no pide perdón. La reconciliación histórica requiere que quien hirió reconozca el daño y exprese su arrepentimiento.

La historia reciente lo confirma: el proceso de sanación del pueblo judío no habría alcanzado su plenitud si Alemania no hubiera pedido perdón públicamente por el Holocausto.

El expresidente alemán Johannes Rau, al hablar en hebreo ante el Parlamento de Israel en el año 2000, pidió perdón en nombre de su nación. Antes que él, el canciller Konrad Adenauer en 1951 y más recientemente el presidente Frank-Walter Steinmeier en 2023 reafirmaron esa responsabilidad moral.

Reconocer el dolor no es suficiente si no se asume la culpa y se busca la reparación.

Solo entonces el recuerdo deja de ser una herida abierta para convertirse en memoria sanada.

La memoria como liberación

Aceptar el dolor no es un ejercicio de autocompasión, sino de lucidez. Cuando una sociedad se atreve a recordar sin orgullo ni rencor, empieza a reconciliarse consigo misma. La historia deja de ser una carga para convertirse en camino.

La memoria no debe ser un campo de batalla entre la nostalgia y la negación. Debe ser un espacio de comprensión mutua: el lugar donde la verdad se humaniza y el pasado deja de ser un obstáculo para el futuro.

Aceptar el dolor de la Conquista no significa someterse al pasado, sino liberarse de él.

Solo una América Latina capaz de recordar sin miedo podrá reconocerse como lo que es: heredera de muchas sangres, portadora de muchas voces, dueña de su destino.

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