Comala no ha muerto: el México rural en Pedro Páramo

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” 

Con esa frase inicial, tan simple como definitiva, Juan Rulfo abre no solo una novela, sino un universo donde el polvo, la voz y la memoria forman una sola materia. Pedro Páramo no es únicamente la historia de un pueblo fantasma; es, sobre todo, la metáfora de un México rural que, aunque transformado por el tiempo, no ha dejado de existir. En Comala resuena todavía la voz de los campesinos sin tierra, de las madres sin hijos, de los hombres sin Dios y de los pueblos sin esperanza.

El eco de los muertos: memoria y destino

Comala es un pueblo habitado por murmullos. La voz de los muertos llena los espacios vacíos, y esa presencia espectral convierte a la novela en una meditación sobre la memoria como forma de existencia. 

Rulfo parece decirnos que el México rural no desaparece, sino que cambia de forma; sus dolores y silencios se filtran en las generaciones. “Los murmullos nos persiguen”, podría decirse de tantos pueblos que siguen mirando hacia atrás, buscando respuestas entre los escombros de la historia.

Cada personaje de Pedro Páramo carga con una deuda, una culpa o un deseo incumplido. Es el eco del país agrario que conoció la Revolución pero no la justicia, que cambió de patrón pero no de destino. 

La Comala de Rulfo no está lejos en el tiempo, sino en el espacio de la conciencia mexicana: ese territorio donde el olvido se disfraza de resignación y la esperanza es un murmullo que no termina de callar.

El padre y la tierra: poder y desolación

Pedro Páramo, cacique absoluto, encarna el poder rural que dominó a México durante siglos. Su figura no es solo la de un hombre autoritario, sino la metáfora del dominio económico, moral y afectivo que la tierra ejerce sobre quienes la habitan. 

Cuando Rulfo hace decir a un personaje que “Pedro Páramo murió hace muchos años, pero seguimos pagando sus culpas”, el lector comprende que el autor se refiere a algo más que a un individuo: al poder que se hereda, al abuso que se perpetúa, al miedo que se transforma en costumbre.

El cacique rulfiano no necesita ya estar vivo para continuar mandando. Su voluntad se ha hecho paisaje. Comala se seca con él, se pudre con él, y su sombra se proyecta en cada pueblo donde el poder personal sustituye al bien común. De ese modo, Rulfo no describe un pasado muerto, sino una estructura viva, que en distintos rostros sigue repitiéndose en el México rural del presente.

El tiempo detenido: mito y estructura del alma campesina

En Pedro Páramo no hay tiempo lineal. Todo sucede en un presente suspendido, donde los muertos conversan con los vivos y la historia se repite como eco. Esta ruptura del tiempo no es solo un recurso narrativo: es la imagen literaria de un país detenido entre la tradición y la modernidad.

En Comala, los hombres viven en el pasado porque el futuro les ha sido negado. “Esto está lleno de ecos”, dice Juan Preciado, y el lector entiende que habla de un país que todavía escucha las voces de su historia sin saber qué hacer con ellas.

El mito rural que Rulfo construye es el de una eternidad sin redención, donde el pecado y la culpa reemplazan al cambio y la esperanza. Pero en medio de la muerte y el polvo hay también belleza: el amor imposible de Susana San Juan, la nostalgia de las voces femeninas, la poesía seca del campo que florece en las palabras. Rulfo logra que el sufrimiento se vuelva canto, que la soledad se vuelva forma.

Una geografía del alma mexicana

Pedro Páramo no es solo literatura: es un mapa espiritual de México. En sus páginas resuena la historia de miles de pueblos que, como Comala, fueron consumidos por la sequía, la migración, la desigualdad y el abandono institucional. 

La novela anticipa lo que luego serían los pueblos sin jóvenes, las calles sin voces, los templos vacíos. Pero también anticipa algo más profundo: la obstinada capacidad del mexicano para hablar con sus muertos, para convertir la pérdida en relato, la desdicha en memoria.

Rulfo escribió con una voz sobria, sin adornos, pero cargada de compasión. Su mirada no es la del juez sino la del testigo: ve el dolor y lo vuelve palabra, no para denunciar sino para comprender. Por eso Pedro Páramo sigue siendo vigente: porque en cada abandono rural, en cada campo árido o comunidad que se resiste a morir, Comala reaparece.

Comala hoy: entre la ruina y la permanencia

Más de medio siglo después, Comala sigue existiendo. No como un pueblo específico, sino como una condición del alma mexicana. Los campesinos que parten hacia el norte, los jóvenes que emigran a las ciudades, las comunidades que sobreviven entre la fe y la escasez: todos ellos son herederos de los murmullos de Rulfo.

El México rural no ha muerto porque sigue siendo el corazón de la identidad nacional, aunque muchas veces se le ignore. Allí persisten la solidaridad, el miedo, la fe y el silencio; los mismos ingredientes que Rulfo convirtió en eternidad literaria.

Hoy, cuando el país se enfrenta a nuevas formas de desarraigo y violencia, Pedro Páramo vuelve a interpelarnos: ¿cuántas Comalas habitamos sin saberlo? ¿Cuántos pueblos seguimos dejando morir para luego recordarlos con nostalgia?

El país de los murmullos

Rulfo no escribió una novela regional, sino una cosmogonía del alma mexicana. Su Comala es un espejo que devuelve al lector la imagen de un país dividido entre la memoria y el olvido, entre la tierra y la ausencia. Al cerrar el libro, uno no puede sino escuchar todavía aquellas voces:

“—¿En qué parte del tiempo estoy? —En la eternidad.”

El eco de esa respuesta atraviesa generaciones. Porque mientras existan pueblos que hablen con sus muertos y hombres que busquen el sentido de su origen, Comala no habrá muerto.

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