Mesa de Café: Cuatro miradas sobre la masa y el destino de la cultura

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Una tarde de otoño en Viena. El reloj marca las cinco. La llovizna moja los ventanales de una vieja cafetería donde aún suena un vals tenue. Dentro, una mesa cuadrada reúne a cuatro figuras que el tiempo, en su ironía, ha logrado sentar juntas: José Ortega y Gasset, Karl Marx, Antonio Gramsci y Herbert Marcuse.

El aire huele a madera húmeda, café recién molido y tinta. Las tazas humean sobre el mantel claro.

Durante un instante, ninguno habla; parece que el silencio también quisiera participar. Finalmente, Ortega levanta la mirada con una sonrisa leve y toma la palabra.

Ortega y Gasset

—Amigos, les agradezco que hayan aceptado esa invitación. Quería compartirles que ayer, mientras revisaba un número antiguo de Revista de Occidente, me encontré con un artículo que me dejó pensando.

El autor sostenía que las masas pueden dirigir su propio destino sin necesidad de líderes ni guías intelectuales. Esa afirmación me pareció tan audaz como ingenua.

Pasé la noche preguntándome si acaso una civilización podría sostenerse sin una minoría que piense por ella, que la oriente, que la exija. Me vino entonces otra idea, más inquietante aún: ¿qué sucede cuando la masa, en lugar de ser guiada, se siente dueña del rumbo? ¿Crea cultura… o la desgasta?

Y como ustedes saben, cuando una pregunta me ronda, necesito hablarla, pensarla con otros. De ahí esta reunión, este café, esta tarde. Quisiera oír sus miradas sobre el papel de la masa en la historia y en la cultura.

(Ortega deja la taza sobre el plato. Marx sonríe con una mezcla de ironía y curiosidad.)

Marx

—Mi estimado Ortega, sospecho que ese artículo habría contado con mi simpatía. Yo no creo que las masas necesiten guía: creo que ellas son la historia misma.

En El Manifiesto Comunista escribí que la historia de todas las sociedades humanas es la historia de la lucha de clases. Las masas —el pueblo trabajador— no son una amenaza, sino la fuerza creadora del mundo.

La cultura que ustedes llaman “alta” fue posible gracias al sudor de millones, gracias a las masas. Las minorías han dirigido a la sociedad, sí, pero para su propio beneficio.

Si el obrero llegara a comprender el poder que tiene, ya no pediría líderes: se lideraría a sí mismo.

(Ortega asiente lentamente, sin contradecirlo todavía.)

Ortega

—Le entiendo, Carlos, y hasta podría compartir parte de su esperanza.

Pero mi temor es otro: cuando todos se sienten suficientes, cuando la multitud ya no busca a quien admirar, el mundo se queda sin brújula. El “hombre-masa”, como lo llamé alguna vez, no odia al sabio: simplemente no lo necesita. Y esa indiferencia —no la tiranía— es la que me parece mortal para la cultura.

Gramsci

(acomoda sus lentes con gesto tranquilo)

—Quizá ambos tengan razón, y por eso el diálogo entre ustedes dos me resulta tan fértil. Yo tampoco creo que la masa sea ciega ni que el intelectual deba erigirse en su pastor.

En mis Cuadernos de la cárcel propuse la idea del intelectual orgánico: aquel que no se aparta del pueblo, sino que nace de él, vive entre él, y convierte su experiencia en conciencia.

Las masas pueden pensar, crear, interpretar. Solo necesitan una pedagogía que les enseñe a reconocerse como autoras de su propio destino. La cultura no es un don que se reparte: es un lenguaje que se comparte.

Ortega

—Admiro esa fe en la educación, Antonio. Y confieso que me gustaría compartirla sin reservas. Pero he visto demasiadas veces cómo el hombre, cuando se siente satisfecho, deja de aspirar a más. Toda civilización necesita exigencia; sin ella, se derrumba en la comodidad.

Marcuse

(su voz es grave, de un alemán templado por el exilio)

—Permítanme añadir un matiz desde mi tiempo. En El hombre unidimensional intenté describir una nueva forma de masa: no la del siglo XIX, ni la del obrero de fábrica, sino la del consumidor moderno. Ya no se domina al hombre con cadenas, sino con confort. Ya no se le oprime: se le entretiene. Cree ser libre, y sin embargo repite los gestos que el sistema produce para él.

Las masas contemporáneas no son ni heroicas ni bárbaras: son integradas, satisfechas, funcionales. Por eso, la tarea crítica de nuestro siglo no es dirigirlas ni glorificarlas, sino despertarlas.

Gramsci

—Entonces coincidimos, Herbert: la educación sigue siendo la trinchera más honda.

La masa no se salva con líderes, sino con conciencia.

Marx

—Y esa conciencia solo se despierta en la acción. No hay pensamiento verdadero sin transformación.

Ortega

—Ni transformación sin disciplina interior. Quizá el verdadero problema no sea la masa ni la minoría, sino la pérdida de propósito común. Cuando nadie busca algo más alto que sí mismo, la cultura se vacía.

(Un silencio amable llena el aire. Afuera, la lluvia ha cesado. Dentro, las tazas están vacías. Marcuse traza con el dedo un círculo en el borde de la suya.)

Marcuse

—Tal vez el destino de la cultura no dependa ya de héroes o de masas, sino de personas que se atrevan a pensar cuando todo las invita a dejar de hacerlo.

Gramsci:

—Pensar y resistir, en el fondo, son la misma cosa.

Marx:

—Y toda resistencia comienza con el deseo de justicia.

Ortega:

—Y con la conciencia de que vivir es una tarea.

(Ortega levanta su taza vacía. Los otros tres lo imitan. Durante un momento, los cuatro parecen brindar no por la victoria de una idea, sino por la persistencia del pensamiento).

El reloj marca las seis. Afuera, las calles de Viena brillan bajo la luz húmeda del crepúsculo. En la mesa quedan solo los ecos de una conversación que nadie oyó, pero que acaso siga ocurriendo cada vez que alguien se pregunta qué puede una idea ante el ruido del mundo.

La otra orilla del pensamiento —esa donde la razón se hace humana— sigue ahí, esperándonos.

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